Amadeo Laborda: el hombre, la tierra y la palabra
Pensamos que así es, por
decreto divino, que el Día de Navidad debe ser un día de alegría. Pero no lo
es. Hoy al menos. No lo fue ayer tampoco. Desde que trascendiera la amarga noticia.
Nos ha dejado Amadeo Laborda. No dedicaremos aquí una necrológica a su figura,
porque no queremos que las decenas de noticias que Amadeo nos legó acaben con
un epitafio curricular.
Escribimos, escribo,
esto en primera persona. Quizás por vez primera no sea + Turia quien redacta,
sino Raúl, ni siquiera el periodista, la persona, la que mano a mano conoció a
Amadeo. Porque él, el escritor, la persona, ha sido una de las pocas personas
que, tesón y pluma en mano, logró romper la distancia (la enorme distancia) que
separa al redactor del lector a través de esta pantalla que nos impersonaliza.
Llevo toda la noche,
esta Nochebuena que debiera ser tal, buena (pensamos que así es), pensando las
palabras que dedicar a mi amigo Amadeo. Y solo tengo el pesar de que nos quedó
disfrutar de una tertulia literaria. También tengo la alegría de que, en
el tiempo, la forma y la materia que nos dispongamos, la acabaremos teniendo.
Descansa
en paz, Amadeo.
Raúl
Rentero
Por su exacto homenaje,
traemos las palabras dedicadas a Amadeo por Juli Capilla, editor y amigo del
escritor.
Amadeo Laborda: el
hombre, la tierra y la palabra
Ha muerto
Amadeo. Y no nos lo creemos. Nadie da crédito a la noticia, a la triste y
desgraciada desaparición de Amadeo Laborda. Nadie. Ni los más íntimos ni los
que si quiera lo conocieron de lejos, de soslayo o muy frugalmente. Ha muerto
el amigo, el compañero, el padre, el hijo, el hermano. Y no nos lo creemos. No
queremos. Pero la verdad es terca como una piedra insensible; como el agua,
como el viento, como la tierra rolla de Pedralba. Ahora el viento corretea
perdido y ensimismado por entre las crestas de la Torreta, allá en la cima de
la montaña, oteando la sombra insoslayable e impertérrita del hombre, de
Amadeo. Porque aún te vemos por las calles de Pedralba, Amadeo; en invierno,
con tus andares mozos, con tu deambular errante e inconfundible. En la herrería
del tío Cuevas; en casa de tu tío abuelo, en la calle Bugarra, la casa que tú
reformarías con entusiasmo y empeño unos pocos años más tarde. Te vemos en las
fiestas del pueblo, en las verbenas de todos los veranos que se organizaban en
las escuelas viejas, engalanadas con las banderas multicolores de las
nacionalidades de una Europa que entonces se nos antojaba ajena y lejana. Qué
pena tener que escribir estas líneas. Que tristeza más grande; tan profunda
como los surcos irregulares que cavabas para hacer caballones en la tierra. La
tierra que a partir de ahora –qué pena más grande– te dará cobijo, un abrigo
extraño y hostil como el frío. Y, sin embargo, aún te ilumina una lumbre.
Todavía te alivia el calor de los tuyos, en tu recuerdo, en nuestra memoria.
Una memoria que jamás, jamás, te olvidará. Nunca te olvidaremos, Amadeo. Porque
entre nosotros hubo –¡hay!– un hilo que nos une con fuerza. Más aún, una maroma
que nos arrastra hacia ti, como una sangre voraz que todo lo engulle, como la
corriente de un río que nos acerca a ti y nos hace por siempre inseparables.
Llegaste el
último y te fuiste el primero. Qué pena más grande. El día que viniste
andábamos enredados en los últimos estertores de la infancia y tú nos rescataste
del hoyo para lanzarnos al meollo de la vida de un solo soplo. Y allí nos
pusiste, patas arriba en favor del mundo, cuesta abajo hacia la vida. La
juventud en su máxima esplendor. Era bello el momento, y la caricia. Y
descubrimos cómo era en verdad el pueblo de Pedralba, la buena gente del
pueblo. Un pueblo a la orilla de un río en el que nos escabuzeábamos sin miedo,
como si fuera eterna la vida, como si el tiempo no fuera tiempo sino una
sucesión de escenas olvidadas sin fin, sin tempo y sin deslices. Fuiste bueno.
Un buen hombre. Un amigo fiel. Sin malas artes y sin desmanes. Nunca te oímos
una palabra más alta que la otra. Nunca. A lo sumo, un leve murmullo, una queja
insignificante, que se acallaba en un abrir y cerrar de ojos; que se desvanecía
en pro de la concordia, a beneficio de inventario de la mayoría. Jamás te vimos
enfadado o molesto. Eras discreto y contemporizador. La bonhomía era tu única
estrategia ante la controversia. Te hacías entender. Tenías tus razones. Eras
locuaz como nadie. Y nadie te ganaba en la palabra. En la palabra noble y
sincera; cabal, como dirían en Pedralba, el pueblo de tu madre. Vuestro pueblo
y el nuestro, incluso el de los forastericos como nosotros. Nos queda tu
palabra, Amadeo. Tu palabra escrita, pero sobre todo tu palabra viva, amable e
ingeniosa. Eras inteligente y ocurrente. Ilusionante hasta la saciedad
maravillosa de la fantasía. Así se construye el mundo. Así se hace la vida,
como los panes y los bufones de la panificadora en la calle Rocheta de Pedralba.
Queda tu memoria. La memoria de tu nombre. Tu ausencia dolorosa. Tu evocación
de alambre sobre el que se posarán cada día los pajaricos cautivos del pueblo.
Tu vocación de escritor haciéndose eco entre los hilos telefónicos, donde las
golondrinas del otoño y las lechuzas nocturnas; los renglones torcidos donde
vertiste con gracia infinita tus versos de antaño, tus bellas historias. Ha
muerto Amadeo y no nos lo creemos. Y nos sentimos extraños sin él, más pobres
sin ti: tan huecos y vulnerables y enclenques y solos y estúpidos y pequeños e
inútiles como los huecos abiertos de los troncos falsos de las garroferas. Ha
muerto el amigo. Ha muerto el padre y el hijo. Ha muerto el hermano. Gracias
por todo, Amadeo.
Juli Capilla, editor i, sobretot, amic d’Amadeo
Laborda
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